domingo, 16 de noviembre de 2014

DICEN QUE DIJERON QUE ANDAN DICENDO QUE… *EL MAMACITO, Jr. Por Margarito López Ramírez

Don Filemón Astudillo Ortiz heredó de su padrastro, el señor Jorge López Mejía, el sobrenombre de Mamacito. Fue hijo de la señora Nicolasa Ortiz. Contrajo matrimonio con la señorita Margarita González, hija del poeta y compositor tixtleco don Policarpo González.
Don “Fili” se caracterizó por ser un hombre bonachón, amable y de plática amena. Quien conversaba con él se llevaba la sensación de haber estado  ante un hombre afortunado, sin pena alguna, alegre y abierto a lo que le deparara la vida. Muchas personas lo recuerdan por sus anécdotas salpicadas de ingenio e ingenuidad.” Verbigracias:  

 “…Eran las seis de la tarde —dijo con soltura expresiva don Filemón— cuando mi esposa me enteró: “Mamacito, habló tu pariente fulano, dijo que viene de la Ciudad de México con su esposa e hijos. Aseguró que llegará como a las ocho de la noche para cenar con nosotros”.
Me dio gusto saber que vendría pero me mortifiqué al pensar qué le daríamos a todos ellos que son sólo doce pero que comen como si fueran treinta. Después de un buen rato,  me dije para mis adentros: “Mamacito, no te preocupes, tú eres buen cazador. Ve a traer güilotas”. Ni tardo ni perezoso agarré mi escopeta y me fui rumbo al huizachal, por allá cerca  del paraje de Amatitlán en donde pasta el ganado de don Fabián López Abraján.
“…Todavía no llegaba al lugar cuando divisé un copalcohuite lleno de ellas. Como es recomendable en estos casos, me agazapé y me arrastré entre la zacateras hasta quedar cerca del árbol. Cuando estuve a distancia de tiro, levante el gatillo, afiancé el kausul y les endilgué mi cuaztlera. Apunté cuidadosamente hacia la parvada pero, antes de disparar, pensé: “Mamacito, sólo vas a matar unas seis o siete como corresponde a la cantidad de postas que tiene tu arma, tú necesitas mínimo unas cincuenta para dar de comer a toda la prole de tu primo”. Ahí tienen que bajé el gatillo, descargué mi escopeta y la volví a cargar metiéndole toda la pólvora y postas, incluyendo una motita de cuaztli que llevaba en mi morral de cazador. Cuando terminé de atacarla bien con la varilla, apunté en medio del arbolito copado de güilotas y sin mucho pensar disparé. Mi arma tronó fuerte produciendo una enorme humareda. Durante mucho tiempo no miré más allá de mis narices y estuve resollando aire con sabor a pólvora quemada. Cuando por fin pude ver, llevando un costalillo que siempre traigo para lo que se ofrezca, me acerqué al copalcohuite. No me lo van a creer pero, por ésta —se refería a una figura que hizo con los dedos de la mano derecha—… había muchas aves en el suelo. Las junté todas. Eran más de cien. “Con éstas —pensé— les daré de cenar y hasta me sobrarán para que mi esposa guise un chilatequile que nos comeremos mañana”.
Con mi costalillo repleto de güilotas me dispuse a regresar a mi casa, pero cuando agarré mi cuaztlera me percaté que no tenía la varilla taquera. Contento pero con cierta preocupación, me dispuse a buscarla: recorrí el suelo con mis manos; removí el zacate y hasta piedras, sin hallarla.
“… Reinicié mi búsqueda porque como buen cazador que soy no podía regresar con mi arma incompleta. Confieso que estuve a punto de desesperarme, pero reflexioné y hablé conmigo mismo: “tranquilo, Mamacito, tranquilo, tú puedes…”. Me serené y después de repasar paso a paso lo que había hecho antes de disparar, pensé y más pensé hasta que por fin… ¿En dónde creen que hallé la varilla...? Estaba clavada en el tronco del copalcohuite, allí fue a dar porque antes de disparar se me olvidó sacarla del cañón. ¿Y, ni saben qué?, en ella habían ensartadas cinco güilotas que, para mi sorpresa, no tenían plumas y estaban asadas…”
Eso dicen que dijeron…

*Fragmento:
Libro, “Personajes pueblerinos”, mismo autor.