martes, 12 de abril de 2016

COSTUMBRES/ Mis nuevos zapatos EVA LETICIA DE SÁNCHEZ (SemMéxico).

 De niña deseé muchas cosas que no era posible tener. No había dinero suficiente para las necesidades básicas, menos para caprichos. Entre esas cosas, ansiaba como nada tener unos zapatos Dingo. Nunca se me hizo calzarlos, en cambio, me compraron unas sandalias de plástico que odié. Me daba vergüenza usarlas. Una de las pocas fotografías que poseo me muestra portándolas, ah, y con tobilleras. Sí, a los seis era ya pretenciosa y no lo aprendí de nadie, al menos que yo recuerde.

A los quince comencé a trabajar como mecanógrafa, gracias a haber estudiado en una secundaria técnica. Era un empleo de medio tiempo por el cual me pagaban cien pesos, el equivalente a medio salario mínimo de entonces; corrían los años setenta. Percibía menos que lo menos que los patrones debían pagar y, sin embargo, me alcanzaba para mal mantenerme. Sólo para darse una idea: el pasaje del autobús costaba veinte centavos y los peseros cobraban de veras un peso.

Al poco tiempo de comenzar a trabajar recibí la tan esperada carta de la UNAM, anunciándome que había aprobado el examen de admisión a la prepa. Me tocó en el CCH Sur, escuela ubicada en El Pedregal de San Ángel, una de las zonas más nice, cuquis, ricachonas de la capital en ese tiempo. No creo que los jóvenes que vivían ahí fueran alumnos del plantel, pero sí los de las zonas de clase media cercanas. Unos cuantos éramos habitantes de colonias populares; yo, de una en Tacubaya.

Mi salario raquítico alcanzaba para una comida corrida al día, mi parte de la renta del lugar donde vivía con unas familiares, lo poco que gastaba en escuela y mis transportes. Para ropa no sobraba mucho, me vestía con prendas compradas en abonos y, sólo cuando ahorraba podía cambiar de zapatos.  Lo pretenciosa no se me había quitado, pero tenía que avenirme a lo que había, igual que siempre, sólo que ahora, el hecho de ganar mi dinero me hacía percibirme de distinta manera: me creía adulta. De entrada, ese ya era un motivo para sentirme separada de mis compañeros, la mayoría hijos de familia cuya única obligación era ir a la escuela y divertirse.

Obviamente, no tenía amistades. Pero sucedió que cuando me inscribí al francés, hice migas con una compañera; al principio sólo platicábamos de las tareas y cosas del curso, luego nos hicimos amigas. Se llamaba Frida María. Cuando nos tocaba idioma nos íbamos juntas. A ella le habían comprado un coche para ir a la escuela y me daba aventón. Se convirtió en la mejor amiga que podría desear. Nuestro origen era distinto y, sin embargo, las diferencias no pesaban, no se sentían entre nosotras. Unas cuantas veces fuimos a alguna Peña o a comer helados a Coyoacán. Frida era tan generosa que de ella recibí las primeras clases de manejo. Me sorprendía que hubiera tenido la iniciativa de enseñarme y que se tomara el tiempo para hacerlo después de clases. Íbamos para ello al estadio de CU. También era muy alivianada y, sobre todo, franca.  Vestía a la moda, la de la escuela: mezclilla, túnicas, blusas bordadas, sandalias, morrales. Mi ropa, en cambio, era corriente y totalmente fuera de onda. Seguía siendo pretenciosa, pero el buen gusto no era mi cualidad. Lo supe dos semestres después.

En el Condominio Insurgentes, lugar de mi empleo, había varias zapaterías, entre ellas, la Canadá. Diario que pasaba por los aparadores me detenía a ver los modelos; había de todo tipo y precio, pero los que yo podría pagar, cuando juntara el costo, eran unos Canadá de plataforma y tacones altísimos. Finalmente los compré; me gustaban un montón. En ese tiempo todavía usaba faldas cortas y pantimedias. Me sentía soñada con mis zapatos nuevos y creo que hasta pisaba con más fuerza para que se escuchara más el taconeo.  No se me hubiera ocurrido que esos casi botines tan altos, combinados con las faldas y mis blusas oficinescas, no se vieran bien. Además, eran los únicos que tenía en buen estado.

Fue mi amiga Frida quien me lo hizo ver. Tan abierta y franca como era, un día me dijo: Oye, ¿por qué usas esos zapatos? …Qué tienen, ¿no te gustan?… ¡Claro que no! Parecen de prostituta. Si me lo hubiera hecho ver alguien más, quizá lo habría mandado al diablo, pero me lo estaba señalando mi única amiga, la chava buena onda que me había aceptado a pesar de que lo provinciana se me notaba a leguas. Chispas. Creo que todos los colores del arcoíris pintaron mi cara cuando la escuché. Me sentí tan avergonzada que quería tirar mis plataformas en el basurero de la escuela.


Al poco tiempo ella se consiguió un novio, y yo, una credencial de militante de un grupo estudiantil. No nos volvimos a cruzar. Tampoco volví a usar faldas y, menos, zapatos de tacón.